lunes, 18 de enero de 2010

El reloj


Todas las tardes se sentaba en su mecedora mientras con las agujas iba tricotando aquellos ovillos de lana, contaba en voz baja los puntos de su labor. El reloj de carrillón marcaba las horas. Poco a poco las horas pasaban gracias al dédalo de piezas en funcionamiento de la maquinaria del reloj. Sus cabellos plateados por el paso del tiempo, su piel blanca y suave. Todo lo envolvía un olor a antiguo y madera. La luz entraba por el gran ventanal que había en el lateral derecho del salón.
Un halo de bondad la acariciaba como si estuviese habitada por la dicha y la serenidad queda los años bien vividos. Lentamente iba creciendo su labor en lo que se adivinaba una posible bufanda o la manga de un jersey, el delantero de una chaqueta. Sus gafas descansaban sobre su nariz chata.

Una vez más el carrillón sonó, anuncio las siete de la tarde. Avisaba así de la hora de la merienda y la anciana abandono su labor para ir en busca de la merienda. Como todas las tardes se sirvió una taza de leche con unos frutos secos. Apoyada en la mesa de la cocina recordó el tiempo pasado, las caras de los viejos amigos, los viajes y los recuerdos de antaño. El dédalo de la vida la sumió en una profunda sonrisa.

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